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En los últimos días están circulando por las redes sociales muchos comentarios en contra del proceso de paz. No es nada nuevo; históricamente en Colombia se han enfrentado poderes que promueven la guerra y logran que la población se enfrente por ellos.

 

 

Unos presentan sus intereses bajo la carátula del desarrollo y del crecimiento del país; otros, con la máscara de la defensa de los más castos valores morales del cristianismo, la patria, o como adalides de la lucha contra el terror o contra el narcotráfico. Aquellos saben muy bien lo que tienen que hacer según sus propuestas; y éstos, tienen muy claro lo que no deben dejar de hacer. La construcción de una nación no va más allá de sus bolsillos.

 

De este enfrentamiento de poderes, el pueblo ha salido triturado. Con cada período de violencia, miles de campesinos pierden sus parcelas; las tierras así despojadas entran a integrar la nuevas propiedades privadas, esta vez sí protegidas por la institucionalidad estatal invocando el sagrado derecho a la libre empresa, como expresión del crimen organizado.

 

De ahí se desencadena una secuencia de tragedias; la capacidad agrícola disminuye, el país se abre a la importación de alimentos, se fortalece la presencia extranjera, las multinacionales toman en su poder los recursos, se pierde soberanía. Con todo esto el resultado es que los ricos son cada vez más ricos y los pobres, más pobres. Las brechas sociales se amplían y se fortalecen las causas de la guerra en un conflicto sin fin. Es lamentable que sectores de la población, muchos de clase media con alguna formación académica, también se hagan eco de esta lógica innoble y perversa, seducidos por las imágenes lejanas de una guerra televisada.

 

Muestra su peso la realidad de que las ideas dominantes en una época, son ideas de la clase dominante. Estas se inyectan en el cerebro de los pobres, como parásitos que los hacen pensar como magnates. Es por esto que el grueso de la población repudia cualquier propuesta que les hable de una sociedad digna y libre

 

A estas crueles circunstancias contribuye la inexistencia de un proyecto de izquierda, estructurado, capaz de construirse a si mismo y de participar como un poder alterno y autónomo que dispute el terreno social a las clases tradicionalmente dominantes.

 

La apariencia es el predominio eterno de  la subyugación. Por eso, para la lógica de la derecha, nuestro único destino terrenal es vivir según la cosmovisión establecida por ellos y lo que es peor, estar sometidos a su servicio y explotación como única forma de vida posible e inmodificable.

 

Para aquellos que sufren, que saben del engaño y que un mundo más humano es posible y es vital, las tareas por hacerlo realidad, son retadoras. Urge desarrollarlas.